viernes, 18 de diciembre de 2009

La Tarraya

Sentía dolor en cada músculo de mi cuerpo y tenía picaduras de jejenes por todas partes. Pasé la noche en los duros bancos del parque de la remodelada ciudad de Samaná. No cené y tampoco podría desayunarme, tenía dinero para el pasaje de regreso a casa, ni un centavo más.

- ¡Déme un boleto hacia Santo Domingo, por favor!- solicité a la joven de la estafeta temprano en la mañana.

Fui el primero en abordar. Desde la ventana del autobús veía los pescadores adentrarse en la bahía con sus pequeños cayucos y sus latas llenas de cordeles. A juzgar por mi abuelo eran unos perezosos. “Un pescador serio debe estar metido en el agua a las cinco de la mañana”, me dijo más de una vez durante mi estancia.

- ¿Todavía quieres ir a pasarte una semana en casa de tu abuelo? – me preguntó mamá con cierto dejo de desaprobación.

- Si mamá – le contesté

Antes de llegar las vacaciones había resuelto visitar a mi abuelo paterno. El vivía en Sabana de la Mar, una ciudad pesquera del nordeste a donde mi madre me permitió ir con cierta reserva en virtud de su proximidad con el mar y de mi falta de experiencia por mis escasos 15 años, según me argumentó. Dentro de mis planes, como prometí a los muchachos del barrio, estaba pedirle al abuelo que me enseñara a hacer una tarraya para ir con mis amigos a pescar al río. Cholo, Chachín y Julito, se quedaron esperanzados de que a mi retorno comenzaría a trabajar en nuestro soñado proyecto de pesca. El abuelo también me enseñó a tirar la tarraya, algo imprescindible para completar el aprendizaje de un oficio que ha servido en mi familia por generaciones como medio de sustento.

- Me duelen los dedos abuelo- le dije al verme una ampolla que me generó el roce del hilo.

- No te preocupes, después se te quitará, eso no es nada- me contestó.

La víspera de mi partida, estuvimos compartiendo muy contentos en la noche. Varias de mis tías, a las que no había visto desde los 5 años, vinieron a despedirme.

- ¡Avísenle a José, el del autobús, para que pase a buscar al niño mañana temprano!- dijo la abuela.

- No abuela, prefiero cruzar la bahía en el último barco, en el de las cuatro. Quiero disfrutar del paisaje entre Samaná y la Capital- le dije.

Me embarqué a las 4:05 de la tarde. El mar estaba algo picado pero la experiencia era única. Subí al techo de la embarcación y disfruté de los saltos generados por el oleaje. El paisaje marino, ayudado por las montañas de la cordillera que le sirven de fondo, es algo difícil de borrar de mi memoria. A los treinta minutos de travesía ya habíamos cruzado la bahía más bella de nuestra isla.

- ¡Buenas tardes! ¿A qué hora sale el último autobús para Santo Domingo?- le pregunté emocionado a las señorita de la estafeta después de desembarcar.

- A las 4:30, joven, acaba de salir- me contestó. – Es aquel que se ve allá al fondo subiendo la cuesta al final del pueblo. El próximo saldrá mañana a las siete en punto.

jueves, 17 de diciembre de 2009

La Espera

Ahora puedo reírme de aquel momento difícil, tal vez uno de los más difíciles de mi existencia. Salí de mi casa en pantalones cortos, con los pies descalzos y con deseos de ver a papá. Luego del divorcio mamá entendía mis ausencias prolongadas después de llegar de la escuela. Sabía en donde me encontraba. No me decía nada cuando retornaba a la casa con los ojos un poco llorosos, por miedo a que me alocara como el hijo de la vecina.

Yo conocía el horario de trabajo de papá, era el mismo de cuando vivía con nosotros, aún así, un viernes por la noche decidí ir a visitarlo media hora antes de su llegada. Vivía en una pensión administrada por una señora que no permitía visitas a sus huéspedes cuando ellos no estaban, yo lo sabía, pero los deseos de ver a papá me movieron a tomar la decisión de ir más temprano.

- Tú sabes que no está aquí- me dijo doña Francia. – ¡Espéralo afuera!

No le contesté. A los nueve años tenía miedo de responder a las personas mayores cuando me daban órdenes, y mucho menos a doña Francia, una vieja tan refunfuñona.

Decidí sentarme en el borde de la acera, próximo a la intersección, del otro lado de la calle, a unos 25 metros de la pensión. Desde ahí podría ver cuando llegara papá. Compartiría unos veinte minutos con él y como siempre, retornaría a casa un poco triste, aunque satisfecho por haberlo visto.

Pasaron 30 minutos y aún papá no llegaba. Mientras seguía la espera pensaba en las veces que llevó a pescar en su motocicleta. Me veo mal dormir el viernes, esperando con ansias la llegada del fin de semana. Yo me encargaba de limpiar los peces una vez en casa, y mamá se encargaba de prepararlos para la cena. Fritos era como más me gustaban.

Estaba tan envuelto en mis pensamientos que ni siquiera notaba el tiempo pasar. De repente sentí un latigazo tan fuerte en mi espalda que todas las escamas de las tilapias de mis sueños desaparecieron. Dos copiosas lágrimas brotaron de mis ojos mientras veía alejarse a saltos a un niño que se reía de mí, con una rama en la mano sin una sola hoja y larga como un metro.

- ¡weje, weje, *pariguayo, cáeme atrás! Me dijo el niño sin disimular su sonrisa mordaz.




* Término que viene de la época de ocupación americana en Santo Domingo (1916-1924) cuando los no invitados a las fiestas organizada por los gringos eran “party watchers” (miraban las fiestas desde afuera). Con el tiempo se convirtió en pariguayo, algo así como tonto.

domingo, 6 de diciembre de 2009

El Despertador

Emilia vive sola en un apartamento situado a cuatro minutos a pie de una recién inaugurada sala de cine –trabajo, dieta y cine son sus únicas actividades- y a diez minutos en auto de su rutinario empleo.

Decidió la soledad porque ningún hombre de su entorno se ajusta a sus requerimientos. El único que cumple con sus expectativas es José Ricardo pero está ocupado. Se ha casado en tres oportunidades pero en ninguna de ellas el nombre de Emilia ha figurado en la tarjeta de invitación para familiares y amigos con miras a estar presentes en tan solemne ceremonia.

- Te extraño Emilia- le dice JR por teléfono. –Es una suerte poder contar contigo en momentos difíciles como los que atravieso en la actualidad.

- Yo también te extraño- responde Emilia sosteniendo el auricular del teléfono con el hombro mientras pela una zanahoria para preparar su almuerzo del día siguiente.

JR le había reprochado su descuido alimentario argumentando que en nada se parecía a la esbelta mujer que conoció hace 25 años, eso la llevó a someterse a una rigurosa dieta que afortunadamente comenzó a mostrar sus resultados. Perdió 30 libras en dos meses y medio de arduo trabajo. Ahora espera en su modesto apartamento a JR con ropa de dos y tres tallas menos; se pasea lentamente frente a él imitando una modelo y lo mira de reojo como en busca de aprobación.

No escuchó sonar el despertador y a las seis y media de la mañana se levantó sobresaltada. Se sintió angustiada pues abrió los ojos una hora después de lo habitual. Caminó sólo 20 minutos en su bicicleta estacionaria, luego preparó una carne a la plancha y aderezó los vegetales que había hervido la noche anterior.

“Qué rico me quedó este filete”, pensaba mientras masticaba un pedacito.

Entró al baño, salió y se dispuso a preparar la ropa de ese día, pero como siempre pasó un largo rato antes de determinar cuál combinación se pondría; bajó al estacionamiento común del edificio de apartamentos, encendió su vehículo y se marchó a su trabajo.

“Son las 7:55, creí que llegaría más tarde”, piensa Emilia al estacionar su vehículo en el espacio asignado a los empleados de la compañía.

Emilia nota que el estacionamiento está relativamente vacío, pero se apresura a desmontarse y dirigirse a su oficina; saca su tarjeta magnética de identificación y se dispone a abrir la puerta principal cuando la intercepta la seguridad y le dice:

- ¡Señora, debe llenar este formulario y firmarlo!
“¡Caramba, hoy es sábado, me equivoqué otra vez”, piensa Emilia.

Ante la petición del agente de seguridad se queda paralizada con la mirada perdida por unos minutos, luego, como si volviera de muy lejos, devuelve el formulario sin llenar y camina al estacionamiento sin levantar la mirada del suelo hasta llegar a su vehículo, lo enciende y se dirige a su apartamento ansiosa por terminar los 40 minutos de bicicleta que le faltaron.