jueves, 22 de julio de 2010

El Pequeño Creador

Golpeaba con sus pequeñas manos el barro para sacarle agua y endurecerlo. En poco tiempo se dio cuenta que duro mantenía mas la textura cuando modela las piernas, los brazos o cualquier otra parte del cuerpo. “Voy a hacer un hermanito”, dijo en voz alta. Con casi seis años, sigue las instrucciones que escuchó en la misa a donde había ido con su madre el domingo anterior. El padre explicaba el fenómeno de la creación. “Y Dios tomo un poco de barro…”. Allá en el fondo del patio, con las manos enlodadas, Fernando preparaba con cuidado cada parte de su creación. Necesitaba compañía y su hermanito iba a dársela. “Papa se pondrá muy contento cuando venga de Nueva York y me encuentre jugando con Adán”, así pensaba llamarlo, siguiendo los consejos del padre Rodrigo.

No ha visto nunca a su padre. Por varios años ha tenido que esperar para poner en orden sus papeles. Llegó a NY con visa de paseo y se quedó hasta que pudo casarse con una nacional y comenzar los preparativos para su cambio de estatus. Rosina siempre ha hablado a Fernando de su padre. Así se enteró que estaba en NY y que pronto vendría. Pronto era un tiempo extrañó para Fernando porque no significaba lo mismo en la casa que en la escuela.

Después de 5 años de ausencia, Rodolfo había espaciado sus llamadas, sus cartas dejaron de llegar poco menos de seis meses luego de su partida. Pasaron meses en los que Rosina sabia de Rodolfo solo cuando veía su nombre en el espacio destinado a quien firma el money-order. José Ramón, un compañero de trabajo, escuchó más de una vez sus lamentos cuando la acompañó a retirar dinero.

“Te llamare cuando me lleguen los papeles”, fue la última frase que le escuchó decir a Rodolfo por teléfono hace seis meses.

- ¿Qué te pasa Rosina?- pregunto José Ramón por teléfono.

- Nada- respondió seguido de un largo silencio.

- ¡Rosina, Rosina!

El trabajo estaba terminado y Fernando se sintió muy contento. Una mariposa revoloteaba cerca del taller del pequeño creador, hasta que terminó por posarse en la cara de Adán. Sopló la mariposa para ahuyentarla y mientras lo hacía recordaba lo que decía el padre: “Y con un soplo…” Adán abrió los ojos y Fernando saltó de alegría, corrió a ver a su madre para darle la noticia. La encontró sentada en la cocina con los ojos llenos de lágrimas y un sobre en las manos. Eran los resultados del laboratorio para su prueba de embarazo.

- Mami, ven a ver, mi hermanito Adán abrió los ojos, tenemos que llamar a papá para decírselo.

miércoles, 26 de mayo de 2010

La Silla

No estoy seguro de si era sábado o cualquier otro día de la semana, de todas formas no cambiaría nada, aun no iba a la escuela. Lo más importante era jugar con mi silla de guano como cualquier niño de menos de cinco años. No sabía de que forma ponerla para simular un carro, un tractor, un camión, una carroza, o tal vez una bicicleta.

Me subí en mi camión para llegar a un destino que nada más existía en mi mente. Ahora no recuerdo cual era, por eso no lo menciono. Creo que nunca sabré. Tampoco importa mucho. La atencion al camino que recorría fue interrumpida por una niña de pelo negro que se interpuso y cruzó conmigo una mirada acompañada de una cautivadora sonrisa que me trajo de repente a mi silla. La seguí hasta que recorrió el espacio definido por la marquesina en donde jugaba. Desde ese instante ocupó mi mente el momento en que volvería a pasar. Ni camión, ni tractor, ni bicicleta. Sus bellos ojos negros era lo único que veía.

Mi corta edad no me permitía franquear la frontera definida por el portón y salir tras ella. Debía contentarme con esperar que volviera frente a mí, no había alternativa. Puse la silla de lado. “Así es una bicicleta”, pensé. “No, mejor la coloco con el espaldar contra el suelo, así es un camión”, continué. “Si la pongo boca abajo y la inclino hasta que la parte superior toque el suelo será una carroza”. Imaginé que una carroza llamaría más. Los caballos estaban inquietos pero yo podía controlarlos sin dificultad. Ella vería el pelaje de las crines de los corceles y vendría hacia mí, subiría y daríamos un paseo por los jardines.

Daba vueltas a la silla. No me decidía por la bicicleta, el camión, el tractor o la carroza. Elegía uno y el otro influía para que lo sustituyera. Cada uno era grandioso pero más lo eran la sonrisa y los bellos ojos negros.

Comencé a sentir un poco de angustia porque no la veía pasar y sobretodo porque no sabía cuando volvería a hacerlo. Me acerque al portón y mire en dirección a donde se dirigió mi princesa. La divisé a unos cincuenta metros y corrí hacia mi bicicleta, carro, tractor, carroza. Manipulaba a la silla como un mago sus cartas. Cuando comenzó a cruzar el portón me encontró otra vez montado el mismo camión. Me miró con sus bellos ojos negros y volvió a regalarme la misma sonrisa.

Al desaparecer de mi vista apagué el camión, salté y corrí hacia el portón. La seguí con la mirada hasta que dobló a la derecha en la siguiente esquina. Retorné a mi tractor. Había olvidado por completo que debía arar la tierra para la próxima siembra. Si mal no recuerdo papá me había dicho el día anterior, cuando me escuchó acelerando, que sería de maiz.

lunes, 24 de mayo de 2010

El Cristal

“Cuatro, tres, dos, uno…”, contaba con la vista fija en el color verde, ansioso de que cambiara para ver si me iba mejor en esta rotación. “Aplicaré una estrategia diferente, lo miraré a la cara mientras le doy tres golpes en el cristal”. El chofer no se alteró, sin mirarme siquiera hizo un gesto de negación. “A este le haré señas para que baje el cristal y las acompañaré con un movimiento de cabeza y una sonrisa, como si ya en otra ocasión me hubiera correspondido”. Un intercambio corto de miradas y un giro para seguir atendiendo al comportamiento de los demás vehículos, fue la respuesta. “Extenderé la mano sin golpear el vehículo”. Simuló buscar algo perdido en la gaveta del panel; acompañó de una mueca su búsqueda como señal de resultado infructuoso. “A este no lo miraré ni tocaré a su ventana, parece mas desinteresado que todos los demás esta mañana”. El conductor me miró mientras pasaba, sin atender a ningún detalle en particular. Volteó la cara para atender una mosca que volaba en el interior en el mismo instante en que giré para evaluar mi recién aplicada técnica. “Presentaré mis dos manos abiertas ante esta señora. Tal vez la biblia abierta a la derecha del tablero me ayudará”. Al bajar el cristal sentí grandes esperanzas. Hizo cambiar mi expresión desesperada. “Creo que lo logré”, pensé. Tomó de un paquetito de papeles colocados sobre el asiento de la derecha un tratado bíblico y me lo pasó, subió luego el cristal y escuché antes de que terminara de cerrarse algo que casi me derrumba. “¡Busca de Dios hijo mío!”, me dijo.

Sus palabras me trasladaron a los momentos en que perdí mi último empleo. Trabajaba como conserje en una iglesia y fui despedido luego de una crisis que puso a muchos de los feligreses en la calle. Las recaudaciones disminuyeron y ya no había con que seguir pagando mis servicios.

Con el tratado en la mano me acerco al siguiente auto y sin ninguna expresión que pudiera transmitir enojo ni alegría, miro al conductor. Lo veo hacer un movimiento de pies como si pisara la palanca de embrague. Miro hacia atrás para confirmar mis sospechas. “Cuatro, tres, dos, uno…”. Baja el cristal justo al llegar a la última cifra y acelera; volteo la cara llamado por el sonido del motor y atino a ver que me pasa algo. El vehículo en marcha me hace extender la mano y casi correr para poder asir la limosna. Los autos apuraron la marcha para no quedarse ante el inminente cambio de luz. Di un paso hacia atrás para protegerme y apreté con ansias lo recibido.

“Mierda, un billete descontinuado de cinco pesos”, dije cuando pude abrir la mano.

viernes, 14 de mayo de 2010

La Sirena

Salí de casa con destino al instituto donde era profesor de francés. Mientras caminaba para tomar el metro reflexionaba acerca de cómo pasa el tiempo sobre nosotros. No podía establecer diferencia entre el niño que hace años había sido y el hombre casado y con hijos que ahora era. Imaginaba a mis padres comprando los juguetes para las fiestas de los Reyes Magos y me veía abrir las cajas y romper el papel de la envoltura.

A las cinco de la mañana, sin haber dormido nada durante toda la noche, me levanté a recoger el regalo que bajo mi cama habían dejado los Reyes. Me porté muy bien ese año y estaba seguro de que mi regalo iba a ser grandioso. Efectivamente, un carro rojo de bomberos bien grande, envuelto con papel azul de muñequitos estampados. Sentí la alegría más grande de mi vida. No había fuego que no sofocara como capitán de brigada de la estación numero siete. Tenía una sirena que sonaba cuando apretaba un botón. Yo mismo emitía el grito que permitía despejar el camino. Nunca llegamos tarde a sofocar un incendio, la sirena se escuchaba a cientos de metros de distancia. Era magnífico ver como los demás vehículos nos dejaban el paso libre.

Al llegar a la esquina próxima a la parada del metro me detuve a esperar que pasara una fila de vehículos. Junto a mí un niño de unos seis años también esperaba para cruzar. Él tenía la vista fija en mí. Miré alrededor y no vi ningún adulto que lo acompañara.

- ¿Señor, puede ayudarme a cruzar la calle, por favor?- me preguntó sin apartar sus ojitos de mi cara.

Esa pregunta apagó la sirena de mi carro de bomberos y me colocó frente a mi mismo. “Caramba, ya me veo adulto”, pensé mientras tomaba la mano que el niño me ofrecía.

- Si cómo no, hijo- le respondí y lo ayudé a cruzar hasta el otro lado.

Yo soy tu Ladrón

“Para contribuir con el equilibrio ecológico, debemos desplegar una campaña de importación de metales potencialmente provenientes de países no productores”, dice Tsai Pin, gerente a cargo de la Asociación de Empresarios de la China Popular, en un discurso ante los miembros del comité. “Los materiales usados para la fabricación de artículos electrodomésticos, vehículos, puentes, maquinarias, etc., todos productos con una esperanza de vida útil ya alcanzada en muchos países, crean en este momento un mercado que podríamos aprovechar si abrimos nuestro país a la importación. La recolección de metales generaría empleos en esas naciones y la madre tierra recibiría un descanso”, concluye Pin.

Nunca pensé que una decisión tomada a miles de kilómetros desplegaría un dinamismo tan sorprendente de nuestra economía. Comenzaron a ambular por las calles compradores de metales abandonados en los patios de nuestras casas. Algunos hasta ofrecían liguillas elásticas, canicas y golosinas a los niños, con tal de que trajeran cuando fuera de metal y que estuviera amontonado en cualquier rincón.

Paulin, uno de los chicos malos de mi sector, entendió que podía ir más allá a la hora de recolectar metales y decidió hacer el menor esfuerzo para conseguir la materia prima de Pin. Empezó a entrar en nuestros patios y a tomar todo cuanto fuera metálico. En todos los sectores pasaba lo mismo, tenían su propio Paulin. Las tapas de los registros, las rejillas de los desagües, los bajantes de tierra de los contadores eléctricos, todo comenzó a ser del interés de Paulin. El concepto de vida útil ya no tenía vigencia.

Mi lectura habitual de las tardes fue interrumpida por unos movimientos en frente de mi casa que atrajeron mi atención.

- ¿Paulin, que estas haciendo con ese cable?- le pregunte al verlo con unas pinzas y el bajante de tierra del contador de mi casa en las manos.

- Yo se lo traigo en un rato, lo necesito para un trabajo que tengo en casa- me respondió sin inmutarse.

- Dame eso acá- le dije furioso. - ¿Cómo es posible que a mí, a quien te ha ayudado siempre que lo has solicitado me vienes con esa de robarme?- continúe lleno de cólera.

Le arranque de las manos el cable y me dirigí muy molesto al interior de mi casa para continuar mi lectura. Uno segundos después siento una llamada a la puerta. Era Paulin.

- Pero, maetro- me dijo, usando el apodo que me tenía siempre que se dirigía a mí para solicitarme algo. – Yo se que no ta bien, pero pa’que se lo robe otro de otro barrio, mejor le lo llevo yo que soy de por aquí. ¿No e así maetro?

lunes, 4 de enero de 2010

Carcajada de Dominó

Papá estaba concentrado en las piezas que colocaba su compañero. Habían jugado una ronda y la perdieron. Sus contrincantes se conocían muy bien, podría decirse que hasta con el menor gesto se pasaban información sobre las fichas que el azar les había ofrecido.

“Está colocando los seis”, pensaba mi padre. “Seis-tres no ha salido y doble-tres tampoco, si lanzo el cinco-tres, mi oponente se va a acostar con el doble-tres y mi frente se quedará fijo”, seguía calculando.

Cuando hacía pipi me preguntaba cómo podían lograrlo. Para mí resultaba imposible. Intenté muchas veces pero nunca sucedía nada. Le hacía más presión hacia atrás y veía asomarse tan solo una pequeña parte. ¡Qué frustración sentía! Si nos reuníamos, todos se burlaban de mí, incluso mi hermano mayor. Sus carcajadas me hacían sentir inferior, me decían que no pertenecía a la familia, que yo era un anormal venido de no se sabe donde. Más de una vez lloré de rabia frente a sus burlas.

“Dómino”, gritó el compañero de equipo de mi padre golpeando con fuerza la mesa con el seis-tres.

- Te dije que ésta la ganaríamos, te lo dije- gritaba mi padre lleno de emoción.

- ¡Venga esa mano!- dijo su frente.

Desde mi habitación escuchaba la algarabía del triunfo. Muchas veces habían sido vencidos por la misma pareja. Hoy lo iba a lograr, estaba convencido. No se burlarán más de mí. Tiré con fuerza con mis dedos índices y pulgares en un sincronizado movimiento. Quedó todo expuesto. Mi alegría fue grande. Logré algo esperado por tanto tiempo, algo que terminaría con las burlas. Disfrutaba cada segundo de mi éxito con la emoción de un niño al destapar los regalos de los Reyes Magos dejados bajo la cama.

El éxtasis duró hasta que intenté volver todo a su estado original. Imposible de lograrlo, todo esfuerzo resultaba inútil. Comenzaron a pasar por mi mente extrañas imágenes, ninguna de ellas me motivaba a seguir orgulloso de mi éxito, más bien comencé a tener miedo. Tiraba y tiraba y no lograba nada. La algarabía del triunfo de mi padre aceleró aún más los latidos de mi corazón. Llegué hasta a pensar que yo era el objeto de sus risas. Estaba confundido. De pronto grité como si me hubiera roto la boca al caerme de la bicicleta. Papá corrió en mi auxilio pero cuando llegó al cuarto no podía entender la razón para mis llantos.

- ¿Qué te pasa, Ungaito, qué te pasa?- me preguntó con insistencia.

No podía mirarlo a la cara. Al ver la causa de mi angustia, procedió, con una sonrisa que yo no podía entender, a sacarme del abismo en donde me encontraba. Un ligero movimiento de sus dedos índices y pulgares que me pareció extraordinario, me devolvió la tranquilidad. Cuando retornó al grupo, a los pocos segundos explotó una carcajada que todavía hoy a mis cuarenta y tantos años recuerdo como si su compañero de juego acabara de golpear con fuerza la mesa con el seis-tres para alzarse con la victoria.