miércoles, 26 de mayo de 2010

La Silla

No estoy seguro de si era sábado o cualquier otro día de la semana, de todas formas no cambiaría nada, aun no iba a la escuela. Lo más importante era jugar con mi silla de guano como cualquier niño de menos de cinco años. No sabía de que forma ponerla para simular un carro, un tractor, un camión, una carroza, o tal vez una bicicleta.

Me subí en mi camión para llegar a un destino que nada más existía en mi mente. Ahora no recuerdo cual era, por eso no lo menciono. Creo que nunca sabré. Tampoco importa mucho. La atencion al camino que recorría fue interrumpida por una niña de pelo negro que se interpuso y cruzó conmigo una mirada acompañada de una cautivadora sonrisa que me trajo de repente a mi silla. La seguí hasta que recorrió el espacio definido por la marquesina en donde jugaba. Desde ese instante ocupó mi mente el momento en que volvería a pasar. Ni camión, ni tractor, ni bicicleta. Sus bellos ojos negros era lo único que veía.

Mi corta edad no me permitía franquear la frontera definida por el portón y salir tras ella. Debía contentarme con esperar que volviera frente a mí, no había alternativa. Puse la silla de lado. “Así es una bicicleta”, pensé. “No, mejor la coloco con el espaldar contra el suelo, así es un camión”, continué. “Si la pongo boca abajo y la inclino hasta que la parte superior toque el suelo será una carroza”. Imaginé que una carroza llamaría más. Los caballos estaban inquietos pero yo podía controlarlos sin dificultad. Ella vería el pelaje de las crines de los corceles y vendría hacia mí, subiría y daríamos un paseo por los jardines.

Daba vueltas a la silla. No me decidía por la bicicleta, el camión, el tractor o la carroza. Elegía uno y el otro influía para que lo sustituyera. Cada uno era grandioso pero más lo eran la sonrisa y los bellos ojos negros.

Comencé a sentir un poco de angustia porque no la veía pasar y sobretodo porque no sabía cuando volvería a hacerlo. Me acerque al portón y mire en dirección a donde se dirigió mi princesa. La divisé a unos cincuenta metros y corrí hacia mi bicicleta, carro, tractor, carroza. Manipulaba a la silla como un mago sus cartas. Cuando comenzó a cruzar el portón me encontró otra vez montado el mismo camión. Me miró con sus bellos ojos negros y volvió a regalarme la misma sonrisa.

Al desaparecer de mi vista apagué el camión, salté y corrí hacia el portón. La seguí con la mirada hasta que dobló a la derecha en la siguiente esquina. Retorné a mi tractor. Había olvidado por completo que debía arar la tierra para la próxima siembra. Si mal no recuerdo papá me había dicho el día anterior, cuando me escuchó acelerando, que sería de maiz.

lunes, 24 de mayo de 2010

El Cristal

“Cuatro, tres, dos, uno…”, contaba con la vista fija en el color verde, ansioso de que cambiara para ver si me iba mejor en esta rotación. “Aplicaré una estrategia diferente, lo miraré a la cara mientras le doy tres golpes en el cristal”. El chofer no se alteró, sin mirarme siquiera hizo un gesto de negación. “A este le haré señas para que baje el cristal y las acompañaré con un movimiento de cabeza y una sonrisa, como si ya en otra ocasión me hubiera correspondido”. Un intercambio corto de miradas y un giro para seguir atendiendo al comportamiento de los demás vehículos, fue la respuesta. “Extenderé la mano sin golpear el vehículo”. Simuló buscar algo perdido en la gaveta del panel; acompañó de una mueca su búsqueda como señal de resultado infructuoso. “A este no lo miraré ni tocaré a su ventana, parece mas desinteresado que todos los demás esta mañana”. El conductor me miró mientras pasaba, sin atender a ningún detalle en particular. Volteó la cara para atender una mosca que volaba en el interior en el mismo instante en que giré para evaluar mi recién aplicada técnica. “Presentaré mis dos manos abiertas ante esta señora. Tal vez la biblia abierta a la derecha del tablero me ayudará”. Al bajar el cristal sentí grandes esperanzas. Hizo cambiar mi expresión desesperada. “Creo que lo logré”, pensé. Tomó de un paquetito de papeles colocados sobre el asiento de la derecha un tratado bíblico y me lo pasó, subió luego el cristal y escuché antes de que terminara de cerrarse algo que casi me derrumba. “¡Busca de Dios hijo mío!”, me dijo.

Sus palabras me trasladaron a los momentos en que perdí mi último empleo. Trabajaba como conserje en una iglesia y fui despedido luego de una crisis que puso a muchos de los feligreses en la calle. Las recaudaciones disminuyeron y ya no había con que seguir pagando mis servicios.

Con el tratado en la mano me acerco al siguiente auto y sin ninguna expresión que pudiera transmitir enojo ni alegría, miro al conductor. Lo veo hacer un movimiento de pies como si pisara la palanca de embrague. Miro hacia atrás para confirmar mis sospechas. “Cuatro, tres, dos, uno…”. Baja el cristal justo al llegar a la última cifra y acelera; volteo la cara llamado por el sonido del motor y atino a ver que me pasa algo. El vehículo en marcha me hace extender la mano y casi correr para poder asir la limosna. Los autos apuraron la marcha para no quedarse ante el inminente cambio de luz. Di un paso hacia atrás para protegerme y apreté con ansias lo recibido.

“Mierda, un billete descontinuado de cinco pesos”, dije cuando pude abrir la mano.

viernes, 14 de mayo de 2010

La Sirena

Salí de casa con destino al instituto donde era profesor de francés. Mientras caminaba para tomar el metro reflexionaba acerca de cómo pasa el tiempo sobre nosotros. No podía establecer diferencia entre el niño que hace años había sido y el hombre casado y con hijos que ahora era. Imaginaba a mis padres comprando los juguetes para las fiestas de los Reyes Magos y me veía abrir las cajas y romper el papel de la envoltura.

A las cinco de la mañana, sin haber dormido nada durante toda la noche, me levanté a recoger el regalo que bajo mi cama habían dejado los Reyes. Me porté muy bien ese año y estaba seguro de que mi regalo iba a ser grandioso. Efectivamente, un carro rojo de bomberos bien grande, envuelto con papel azul de muñequitos estampados. Sentí la alegría más grande de mi vida. No había fuego que no sofocara como capitán de brigada de la estación numero siete. Tenía una sirena que sonaba cuando apretaba un botón. Yo mismo emitía el grito que permitía despejar el camino. Nunca llegamos tarde a sofocar un incendio, la sirena se escuchaba a cientos de metros de distancia. Era magnífico ver como los demás vehículos nos dejaban el paso libre.

Al llegar a la esquina próxima a la parada del metro me detuve a esperar que pasara una fila de vehículos. Junto a mí un niño de unos seis años también esperaba para cruzar. Él tenía la vista fija en mí. Miré alrededor y no vi ningún adulto que lo acompañara.

- ¿Señor, puede ayudarme a cruzar la calle, por favor?- me preguntó sin apartar sus ojitos de mi cara.

Esa pregunta apagó la sirena de mi carro de bomberos y me colocó frente a mi mismo. “Caramba, ya me veo adulto”, pensé mientras tomaba la mano que el niño me ofrecía.

- Si cómo no, hijo- le respondí y lo ayudé a cruzar hasta el otro lado.

Yo soy tu Ladrón

“Para contribuir con el equilibrio ecológico, debemos desplegar una campaña de importación de metales potencialmente provenientes de países no productores”, dice Tsai Pin, gerente a cargo de la Asociación de Empresarios de la China Popular, en un discurso ante los miembros del comité. “Los materiales usados para la fabricación de artículos electrodomésticos, vehículos, puentes, maquinarias, etc., todos productos con una esperanza de vida útil ya alcanzada en muchos países, crean en este momento un mercado que podríamos aprovechar si abrimos nuestro país a la importación. La recolección de metales generaría empleos en esas naciones y la madre tierra recibiría un descanso”, concluye Pin.

Nunca pensé que una decisión tomada a miles de kilómetros desplegaría un dinamismo tan sorprendente de nuestra economía. Comenzaron a ambular por las calles compradores de metales abandonados en los patios de nuestras casas. Algunos hasta ofrecían liguillas elásticas, canicas y golosinas a los niños, con tal de que trajeran cuando fuera de metal y que estuviera amontonado en cualquier rincón.

Paulin, uno de los chicos malos de mi sector, entendió que podía ir más allá a la hora de recolectar metales y decidió hacer el menor esfuerzo para conseguir la materia prima de Pin. Empezó a entrar en nuestros patios y a tomar todo cuanto fuera metálico. En todos los sectores pasaba lo mismo, tenían su propio Paulin. Las tapas de los registros, las rejillas de los desagües, los bajantes de tierra de los contadores eléctricos, todo comenzó a ser del interés de Paulin. El concepto de vida útil ya no tenía vigencia.

Mi lectura habitual de las tardes fue interrumpida por unos movimientos en frente de mi casa que atrajeron mi atención.

- ¿Paulin, que estas haciendo con ese cable?- le pregunte al verlo con unas pinzas y el bajante de tierra del contador de mi casa en las manos.

- Yo se lo traigo en un rato, lo necesito para un trabajo que tengo en casa- me respondió sin inmutarse.

- Dame eso acá- le dije furioso. - ¿Cómo es posible que a mí, a quien te ha ayudado siempre que lo has solicitado me vienes con esa de robarme?- continúe lleno de cólera.

Le arranque de las manos el cable y me dirigí muy molesto al interior de mi casa para continuar mi lectura. Uno segundos después siento una llamada a la puerta. Era Paulin.

- Pero, maetro- me dijo, usando el apodo que me tenía siempre que se dirigía a mí para solicitarme algo. – Yo se que no ta bien, pero pa’que se lo robe otro de otro barrio, mejor le lo llevo yo que soy de por aquí. ¿No e así maetro?